Nº 629.  viernes, 27/04/2012  
Diario República Constitucional
Diario español de la República Constitucional; sustituye la opinión valorativa por criterio objetivo. Somos la voz de la sociedad civil que grita contra la partidocracia. un diario de analisis de la actualidad politica, el diario del Movimiento de Ciudadanos hacia la Republica Constitucional (MCRC). Nuestro lema es Lealtad, verdad, libertad.

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      Mandamases y mandamenos

    • CONTEMPLAR a la clase política en su propia salsa, ver a tantos hombres y mujeres peleándose por el poder político sin ideales realizables que cubran su impúdica procuración, es un espectáculo radiante de obscenidad, que nos brinda la ocasión de reflexionar sobre la finalidad social de la pasión de poder, de ese enorme derroche de energías individuales en busca de puestos de mando. Catedráticos, jueces, artistas, cabezas de familia, catalanes y vascos se predisponen a salir de su medio entorno para abrazar, en Madrid, no la causa social sino los poderes políticos en el Estado. Todos dicen lo mismo. «Queremos conservar o conquistar el poder del Estado, deseamos mandar por espíritu de sacrificio, para servir a los mandados». Pero casi todos desacreditan a sus rivales sin escrúpulo por la verdad, se autoestiman con imágenes o palabras melifluas, adormecen y seducen con tramas infantiles a unas masas expectantes de ser mantenidas en su libre estado de servidumbre voluntaria. Si queremos comprender la razón de este triste y, a la vez, divertido espectáculo, debemos distanciarnos al límite de la historia para ver y comprender, mejor que ellos mismos, el sentido último de su aparatosa agitación. Desde que se rompió el equilibrio ecológico entre densidad de población y cantidad de recursos disponibles, es decir, desde que se inventó el Estado, la naturaleza produce más candidatos al «sacrificio» de mandar sobre sus congéneres de los que la sociedad necesita. El desequilibrio provocado por la abundancia de mandamases congénitos o culturales se ha resuelto con métodos de ingeniería social, tan eficaces y admirables como los que restauran el equilibrio entre los sexos en la genética de poblaciones. Los pueblos prehistóricos, cuando sobrepasaban tres o cuatro centenares de cabezas, inventaron el método de la bipartición, la escisión del grupo en dos mitades. La opción -dividirse o morir- duplicó los puestos de mando de la comunidad originaria. Las culturas indoeuropeas hicieron frente al mismo problema mediante la tripartición de las funciones sociales. La organización piramidal en castas de sacerdotes, guerreros y productores permitió colocar el excedente de personas propensas a mandar sobre sus iguales. El mundo moderno, a medida que aumenta la densidad de población, multiplica las funciones de poder en la enseñanza, la salud, la milicia, la economía, la religión y el Estado. Cuando este método de ofrecer empleo a la ambición no basta para aliviar la competencia, se combina con el método primitivo de dividir en varias partes autónomas la propia comunidad estatal. Yugoslavia y España ilustran esta combinación metódica de lo moderno y lo primitivo. Una pequeña parte de la antigua comunidad yugoslava está dispuesta a diezmarse o morir. España sólo es diferente en el medio empleado, pacto en lugar de guerra, para conseguir lo mismo: dividir por diecisiete la comunidad nacional, es decir, multiplicar diecisiete veces los empleos de mando para las élites nativas. La pasión de poder y la pasión constituyente de las instituciones modernas, el miedo a las masas populares, da pie a una teoría pasional del Estado que debe desplazar a las ficciones, sin valor descriptivo de la realidad, de las teorías racionales del Estado liberal. La competición o lucha por el poder entre las élites políticas no es causa, como pensó Pareto, de los procesos de cambio social, ni un simple método para elegir gobiernos en un mercado político, como cree Schumpeter. La evolución de las poblaciones densas, hacia uniones imperiales o divisiones nacionales, está determinada por razones materiales del ecosistema que operan culturalmente a través de las pasiones de poder y de miedo de las élites. Estas minorías crean sentimientos adecuados a la integración supranacional y a la desintegración’ nacional. El Estado español ha sido y continúa siendo víctima de las dos pasiones elitistas que fomentó la debilidad democrática de la transición. El complejo franquista del Gobierno Suárez alimentó con demagogia la pasión autonomista. El complejo anticomunista del Gobierno González, al subordinar toda su política al atlantismo militar y al germanismo económico, encendió la demagógica manía de grandeza de la pasión europeista. Estas elecciones producirán una coalición de gobierno de dos pequeñas ambiciones reales de poder, sostenidas por dos grandes ilusiones demagógicas, Mastrique y Barcelona. Lo moderno y lo primitivo darán curso a la caterva de livianos «mandamases» para que el Estado nacional, reducido a su mínima expresión, sea regentado en Madrid con el poder residual de los auténticos provincianos «mandamenos».

      Artículo aparecido orignalmente en EL MUNDO a 24 de mayo de 1993

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      Continúa...
      Antonio Garcia Trevijano Forte

      01 mar 2012 | Comentarios (1)

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      “Garzonismo”

    • Para no enredamos en el confuso debate de las pasiones, que ha retenido la atención del público sobre el aspecto menos interesante del «caso Garzón», y para dar a la conducta del juez su verdadero sentido político, comencemos por situar los hechos en el escenario real donde se han producido. Que no ha sido en el de la sociedad civil, donde surge la fama de los notables, ni en el de la sociedad política, donde se fraguan las aspiraciones al poder, sino en el terreno reservado en exclusiva al juego de las autoridades. En ese estrecho espacio, el Sr. Garzón tomó la decisión personal, en principio respetable, de cambiar su poder judicial «del» Estado por su poder político «en» el Estado. No se trata, pues, de un hombre independiente que se lanza a la aventura política, sino de un funcionario judicial que negocia, con el presidente del Gobierno, su traslado a un ministerio ejecutivo, a cambio de entregarle su fama popular para que la use en la campaña de reelección de su partido. Pero ha bastado que un juez famoso entre en la esfera del poder político para que se pongan de manifiesto los malestares de civilización que padece España. La diversidad de criterios morales sobre este hecho, en sí mismo elemental, ha revelado una desorganización ética de la sociedad. La naturaleza instintiva de los argumentos empleados ha puesto de relieve la dificultad de la razón y de la cultura democrática para penetrar en la mente prejuiciosa de casi todos los «fabricantes» de opinión en España. Lo más interesante del fenómeno Garzón no está en su aspecto imprevisible, que pertenece a la psicología del juez, sino en lo que su efecto social tenía de previsible, por estar de antemano predeterminado. Superada la sorpresa inmediata, no hay nada de qué extrañarse. Si la razón personal dimite de su función vital, el instinto moral sucumbe ante el instinto de poder, y el recelo inteligente cede el paso a la boba ingenuidad. Como decía La Boëtie; «antes de dejarse subyugar, a todos los hombres, en cuanto tienen algo de hombres, les ocurre una de estas dos cosas: o son coaccionados o burlados». Esto puede ser importante para los protagonistas del «trato de la fama», pero lo que de verdad nos importa, o debería importarnos, son los efectos morales y políticos del «contrato de poder» concertado entre ellos. Sin necesidad de completar el análisis podemos adelantar ya que desde el punto de vista político, y contra la gratuita opinión del notable escritor Sánchez Ferlosio, el «negocio» concluido entre un funcionario judicial y el jefe del poder ejecutivo no es, en absoluto, respetable. Primero, porque no favorece la apertura del Estado, ni la del Partido Socialista, a la sociedad, como afirman los corifeos del poder. La clase gobernante se aleja aún más de la sociedad civil, si se renueva con funcionarios públicos. Después, y sobre todo, porque el trasvase de jueces de un compartimento estatal a otro acrecienta la confusión de poderes en el Estado y menoscaba la independencia de la función judicial. La inamovilidad de los jueces fue una conquista de la civilización anterior a la democracia. Gracias a ella, los magistrados de carácter tienen la posibilidad de resistir, sin temor a ser removidos, las presiones y amenazas que pretenden subordinar sus resoluciones a los intereses particulares o secretos del poder. Pues bien, el «negocio» concebido por el «felipismo» ha encontrado una vía de escape a la inamovilidad de los magistrados resistentes: el «garzonismo». Que no es una doctrina política ni un principio moral, sino una fórmula o, como diría el corrupto Barras, un expediente. El contenido de la fórmula es una promesa. Pero no una promesa cualquiera, sino de tal índole irresistible, para el que la recibe, que el mismísimo demonio bien pudo incluirla en su célebre catálogo de tentaciones en el desierto: «dame tu fama y yo te daré el poder de legislar y ejecutar las opiniones que tú, como juez, no has podido hacer prevalecer contra mí». La subyugación de esta magia del poder sirve igual para remover a jueces ingenuos, como deseo pensar de Garzón, que a sus redomados imitadores. Unos pocos años de firmeza para adquirir popularidad y, en plena juventud, la la cúpula judicial o a un ministerio! Aparte de su ingenuidad, que si es real le llevará pronto al fracaso político pero le salvará tal vez su conciencia, el juez Garzón ha cometido ya un grave atentado contra el espíritu de la democracia, y ha reforzado la oligarquía política que mantiene el Estado de partidos mediante la corrupción. Esto es suficiente para condenar sin paliativos su conducta política antidemocrática y, en consecuencia, para retirar los votos al partido que ha incluido su nombre en la lista de candidatos.

      Artículo aparecido originalmente en EL MUNDO el 08 de mayo de 1993

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      Continúa...
      Antonio Garcia Trevijano Forte

      27 feb 2012 | Comentarios (0)

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