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viernes, 8 de junio de 2012

Antón Arrufat sobre Ramón de Palma


Alguna vez destacamos aquí el sentido arqueológico que Antón Arrufat otorga a sus prosas sobre crítica o historia de la literatura cubana. Hay en Arrufat una cada vez menos frecuente relación familiar con los escritores cubanos de los dos últimos siglos. Una relación que, por ser filial, es más exigente o exclusiva.
En el trato con la tradición literaria cubana, Arrufat es un continuador de Virgilio Piñera, quien pensaba que la nómina de "grandes poetas" del siglo XIX debía reducirse a doce y esos doce, tal vez, a uno, Julián del Casal, "el único entre ellos con algo parecido a un plan poético". En una conocida y dura reseña de la Antología de la novela cubana (1960) de Lorenzo García Vega, aparecida en Lunes de Revolución, Arrufat sostenía que sobraban  muchos novelistas en la misma y, a la vez, faltaban unos pocos.
Uno de los que faltaba en aquella antología, según Arrufat, era el poeta y cuentista habanero Ramón de Palma y Romay (1812-1860). Abogado y redactor de importantes publicaciones de la ciudad, como El Plantel y El Álbum, Palma fue, además, autor de la rara novela El ermitaño del Niágara, aparecida por entrega en el Diario de la Marina en 1845, al año siguiente de la fundación de este importante periódico cubano.
Hace unos días, en el Colegio de San Gerónimo de La Habana, Arrufat volvió sobre la figura de Palma, en una conferencia con motivo del bicentenario del escritor habanero. Reproduzco con su consentimiento dicha conferencia, en la que se plasma esa poética de la tradición, distintiva de la crítica literaria de Arrufat.   




Fin de la Pascua o triunfo de la censura.

spacer Antón Arrufat


Podría decirse que Ramón de Palma no tuvo la vida que merecía, que la suerte no lo acompañó, y que después de su muerte, acaecida a los cuarenta y ocho años, se convirtió en mala suerte póstuma. No intento llamar la atención sobre este escritor utilizando recursos melodramáticos o el encanto de lo patético. Es inevitable, no obstante, que ciertas vidas  causen una singular desazón, la que provocan hechos inconclusos, mutilaciones, las existencias desdichadas… Al final y en rigor ¿qué cosa es tener mala suerte?  O con mayor exactitud, en el caso de Palma, ¿en qué consiste la mala suerte para un escritor? ¿Por qué alguien no tiene la vida que merece?

                       Palma nace en una familia venida a menos. A los cinco o seis años de edad, muere su padre, abogado de renombre, con clientela, pero que no deja tras de sí bienes de fortuna. “En una mala escuela—cuenta Anselmo Suárez y Romero—aprende las primeras letras” Toma luego lecciones de latín, algo de filosofía, y por último se ve obligado por las circunstancias a seguir el ejemplo de su padre difunto y estudiar para abogado, profesión que detesta. A tan riguroso desdén lo califica Anselmo Suárez, quien fue su amigo y, por habitar en dos casas habaneras contiguas, pasan juntos muchas horas del día, de “una repugnancia invencible.”

                       Los abogados que aparecen en sus textos no son vistos con buenos ojos. En su relato, El cólera en La Habana, uno de sus personajes, el licenciado Osorio, licenciado en jurisprudencia, recibe de parte del narrador numerosos epítetos despectivos, “abogado ramplón”, “picapleitos”, y en descargo de su “incapacidad forense” nos cuenta que emprendió dicha carrera sin vocación, que le interesa más la cocina y los buenos platos que las leyes, como a Ramón de Palma le interesa más la literatura que el foro. El retrato del Licenciado Osorio se cierra con una confesión, entre humorística y doliente: “la había errado”.
                      
Es lícito pensar que Palma escribe esta confesión singular de un hombre equivocado, como conclusión personal de su propia vida. Haberla errado para él significa una severa mutilación: sentir que entrega su tiempo, el tiempo de su realización personal, a un oficio que no le interesa ni posee vínculo alguno con su vocación original, y que tan sólo le sirve para subsistir, y dado el desánimo en ejercitarlo,  subsistencia no muy gratificante.
                      
Antes de vestir la toga y aceptar clientes o litigantes, cree que si trabaja y se pone en serio a escribir ganará algún dinero. Tal ganancia, completamente hipotética en una sociedad “donde las letras son miradas con general indiferencia”, como observa Suárez y Romero, legitimaría ante su familia y amigos su vocación de escritor. Muy joven inicia la publicación de poemas  y artículos.  En un pequeño cuaderno aparece una colección de octavas reales bajo el título Atributos a la hermosura. 1833. Cuenta veintiún años de edad.
                      
Toda la obra que Palma escribe es obra de un adolescente o de un joven recién salido de la adolescencia. No tuvo años de madurez, no envejeció. En las primeras décadas del 19 es lo que se espera de un joven escritor: romántico con dejos positivistas, provocador, afanoso de construirse una identidad dentro de la invención de un país que no existe como nación independiente, partidario de las representaciones teatrales, gustador de  paseos y bailes, inclinado a la escritura y la experimentación en todos los géneros literarios conocidos, asistente asiduo a los cenáculos y fundador de publicaciones efímeras, apasionado por la biografía de héroes medievales, vehementemente erótico a distancia.
                      
Dos de sus amigos, el ya citado Anselmo Suárez y Pedro José Guiteras, quienes lo admiran como escritor, coinciden en describirlo de modales desembarazados y voz varonil y acentuada, la boca de labios fruncidos, mediana estatura y cuerpo musculoso. Asiste al gimnasio, y como hijo de familia respetable, practica la equitación y la esgrima. De bruscas respuestas y salidas de tono, inesperadas melancolías, discutidor y exaltado, capaz de retar a duelo a cualquier contrincante. Ha empezado a quedarse calvo -- como lo muestran los retratos. Lo que solamente sus dos amigos insinúan y estos retratos manifiestan con claridad: sin duda es un hombre feo.         
                      
Tiene por la poesía una pasión juvenil. Aunque alcanza a darse cuenta de que sus versos valen poco, a veces los llama “mezquinos”, insiste en escribirlos y lo único que recoge en vida en tres libros, Aves de paso, Melodías poéticas y Hojas caídas, publicados con urgencia, uno tras otro, entre cortos años de separación, 41,43, 44, cien poemas en total, tres libros de los que solamente interesan hoy a la posteridad sus prólogos que forman una poética personal, amargos, lúcidos y sombríos, en los que este hombre, de sensibilidad inteligente, descarta la posibilidad de la misión social del poeta, misión que incesantemente  preconiza su amigo Domingo del Monte, a quien Palma pareció siempre estar unido, por una poesía de confesión personal, capaz solo de entretenernos, semejante al vuelo de las aves de paso.
                      
Romántico empedernido, experimenta sin embargo los peligros de su escuela, con su irónico sentido del humor, burlándose intenta sortearlos con algunas rigideces neoclásicas o contenciones realistas, polemizando públicamente en contra del romanticismo, afirmando, en forma de singular castigo o flagelación espiritual, que ha pasado, que es escuela envejecida, que se trata de imitaciones de un estilo demodé,  sorprendente afirmación desmesurada, hecha en 1838, en las páginas de los diarios habaneros, tan solo ocho años después del escandaloso estreno de Hernani en Paris, del chaleco rojo de Théophile Gautier, cuando el romanticismo se halla en el esplendor de su influencia casi planetaria.  
                      
Sus poemas, contaminados por un erotismo anhelante, aunque no le dan las cantidades que necesita para sobrevivir, en cambio le crean cierto renombre de poeta. En todo caso la poesía mediana ha contado con lectores entusiastas y de inmediato olvidadizos. (Menéndez y Pelayo considerará su extenso poema “El fuego fatuo” como una pieza magistral.) No obstante esta confusión, su auténtica magnitud y osadía artística ha de manifestarse en sus textos en prosa, ensayos y ficciones, en singulares y deliciosos artículos estructurados como pequeños relatos, y en su capacidad y pasión como editor literario. Tres publicaciones importantes funda, dirige solo o codirige, en ocasiones a la vez: Aguinaldo habanero, El Álbum, El Plantel.
                      
Como si fuera también un impresor llega temprano al taller, pasa las horas del trabajo, revisa, compone eligiendo el tipo y tamaño de las letras, lee en voz alta el texto, persigue las erratas, selecciona ilustraciones y viñetas, y escoge el lugar donde han de aparecer, se inclina sobre la página compuesta con la avidez de quien espera cierta especie de confirmación, no solo literaria, al mismo tiempo y en mezcolanza, económica, oliendo el olor a plomo caliente y oyendo el ruido de la impresora manual. Estas empresas editoriales resultaron ilusorias, eran eso, una ilusión ardiente y una fría decepción final. Duran unos meses, a veces un año, a veces tan solo dos.
                      
De las tres que Ramón de Palma publica como editor, El Álbum es la más importante. Revista de pequeño formato, en octavo, de treinta y cuatro páginas, muy del gusto romántico, impresa en los talleres de la calle Villegas y después en los de Obispo, el año clave de 1838, en buen papel español. En los ejemplares que se conservan, se mantiene resistente y sin perder su blancura original. La impresión modesta, encuadernado a la rústica, encantadora edición, breve y juvenil. Por su tamaño, por su nitidez, parece apropiada para las manos de una muchacha, y ciertamente, son las jóvenes — las que saben leer en esos años de analfabetismo femenino—, quienes mayor consumo hacen de El Album.

La publicación dura un año. Se publica mensualmente, sin día determinado. Cada número con una portada idéntica, un recuadro a línea, el nombre de la publicación y del editor,  fecha y lugar de impresión. Para cada mes, no obstante, varia el color de la portada. Un rosa en mayo, verde en agosto, para septiembre ocre, un amarillo en enero. Cuatro reales la suscripción. Cada número lleva una lista de  suscriptores. Al parecer les complace encontrar sus nombres y títulos académicos en esas listas,  y Ramón de Palma no es remiso en halagarles la vanidad. Además, seguramente la aparición impresa de ciertos nombres otorga prestigio a la publicación. La suscripción costea en parte los gastos —El Album, según carta de González del Valle, no pudo pagar derechos de autor—  permitiendo a estas publicaciones literarias durar cortos períodos. Los editores ponen de su propio peculio —el que  pierden a la postre— y los mismos escritores que publican en sus páginas.  Suárez y Romero, desde su ingenio Surinam, remite los cuatro reales de la suscripción a El Album, donde a la vez aparecerá una de sus primeras narraciones, Carlota Valdés. La mayoría de los suscriptores pertenecen a la clase media, profesionales, médicos con aficiones literarias, jurisconsultos y profesores de colegio. Llega a contar 438 suscriptores. El ejemplar, con el nombre del suscriptor en el sobre, quien abonará el importe al recibirlo, se envia individualmente con un mandadero a su casa. Los no suscriptos pagarán seis reales, es decir, dos reales más.  
                      
El Album es una publicación minoritaria, en un país donde las clases altas no se preocupan en demasía por la literatura y el pueblo, compuesto en su mayoría de esclavos que no pueden leer ni escribir, tampoco ha de  permitirse tal preocupación. En ciertas casas, familias de moderados ingresos celebran tertulias, se lee en voz alta y se recita, y las muchachas tocan el piano. Estas jóvenes —las vírgenes del romanticismo— que viven virtualmente encerradas,  son lectores potenciales de revistas y sobre todo de novelas en folletin. Los relatos de cierta extensión aparecidos en El Album se imprimen con interrupciones, siguiendo en algo esta forma periódica. En la  correspondencia de Carlota Milanés con sus hermanos José Jacinto y Federico, se describe la actividad de estas tertulias domésticas y el interés  de algunas señoritas por la lectura.
                      
En verdad, tras esta apariencia deliciosa, llena de encanto e ingenuidad, tras estas páginas de blanco papel y delicadas viñetas, se oculta la acción implacable de la censura. Ya antes, siempre antes, previamente a la aparición de El Album , antes de que pudiera imprimirse y venderse, Ramón de Palma, por orden de la ley, deberá obtener, tras largas gestiones en las oficinas gubernamentales y mediante el pago de una fianza, la necesaria licencia del gobierno colonial. Se le ha dado a firmar un documento en el que promete y se abstiene, para que su revista pueda circular entre subscriptores exclusivamente, de ocuparse de temas políticos o reflejar inquietudes sociales, solo “amena literatura.” Obtenido el permiso de impresión, el editor de El Album  se compromete a entregar al censor, con quince días de anticipación y en pruebas de imprenta, los materiales que se propone imprimir.
                      
El señor suspicacia, como llama al censor González del Valle, sentado tranquilamente en su oficina, con un implacable lápiz rojo tacha uno tras otro los materiales donde descubre siniestras intenciones en cualquier juego de palabras, alusiones que considera inmorales, irreligiosas o subversivas. Así obliga a componer varias veces cada número, encareciendo el costo de la impresión y atrasando la salida, hasta forzar lentamente a que desaparezca arruinado.  En una estremecedora carta remitida a Domingo del Monte, le da cuenta Ramón de Palma de estas vicisitudes con la censura previa, con el lápiz rojo del censor, sus contratiempos y disgustos, “aunque nadie aquí se halla excento de ellos”,  “pierdo días de trabajo”, pero “después vuelvo a la tarea como las hormigas.” Y de pronto concluye con esta observación oscuramente desolada: “aunque no puedo escribir lo que quisiera –le confiesa Palma a su amigo-, también es verdad que tampoco escribo lo que no quiero.”
                      
La censura ha servido, entre cosas infames, para dañarlo como escritor. Las publicaciones que funda, en las que invierte dinero, al cabo de unos meses, dos años cuando más, fracasan y van a la quiebra. Cada uno de estos fracasos lo aproxima al ejercicio detestado de la abogacía. “¿Qué he de hacer, amigo mío? ¿Qué he de hacer? Es preciso vivir.” Todas estas publicaciones –dice Enrique Piñeyro en su biografía de Zenea—miradas con desconfianza, sus redactores eran hijos del país, “vegetan a manera de hongos, calladamente y en la sombra.” 
                      
 No conozco una historia cubana de la censura. Quizá nadie entre nosotros la ha escrito. La censura previa es un mecanismo destructor inventado por la administración colonial española. Flaubert y Baudelaire, por Madame Bovary y por Las flores del mal, acusados de ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres son objeto de un  proceso judicial y llevados ante los tribunales, en siglo 19 francés. Pero sus obras están impresas, la de Baudelaire en forma de libro y la novela de Flaubert en varias entregas de la Revue de Paris, y circulan entre los lectores. La censura previa impide que la obra aparezca tal como ha sido concebida y escrita, la tacha desde antes, y nadie, ningún lector, podrá conocerla como es originalmente. El censor ofrece su versión expurgada, los originales casi nunca serán encontrados. Este hacer y rehacer sin duda daña y enferma al escritor. Desde antes de encontrarse con el censor, Ramón de Palma violenta su escritura, inhibe ciertas partes, presiente que el censor levantará su lápiz rojo y dirá con todo el poder del gobernador general y del ejército español en su voz: “esto no, Palma, esto no va”, y el lápiz color sangre irá escribiendo otro texto, un texto casi conjunto, espuria mixtura, que solamente será firmado por Palma, cuando en rigor podrían firmarlo los dos. Toda censura previa engendra en el escritor la enfermiza autocensura. Sus textos vacilan, en el momento de escribirse, buscando aquello que el censor tal vez aprobaría, censurándose de antemano, en busca de las palabras menos reveladoras.
                      
Del silencio de la historiografía cubana acerca de la previa censura, de esta manía escapista, de este afán de huir que todos tenemos al volver la cara ante los problemas graves que nos hacen año, que nos rebasan, como la esclavitud y su influencia nefasta  en nuestra manera de vivir, de tratar a los niños y a las mujeres, casi nadie parece haberse ocupado. De eso no se habla, y volvemos el rostro en busca de un lado más ameno, incluso bucólico.
                      
Hacia el final del siglo 19, el gran escritor Ramón Meza es quien ha de ocuparse en fragmentar este silencio, volver la cabeza hacia lo feo de nuestra historia y de nuestra herencia: referirse al oscuro asunto de la previa censura en el Examen a la obra póstuma de Aurelio Mitjans, escrito en 1891. “La odiosa tarea que le estaba encomendada --a la censura previa y su equipo, integrado por varios seglares y presbíteros--, ha sido tan funesta en nuestra producción literaria que su estudio resulta digno de la mayor amplitud.”Destinada a reprimir la libertad del pensamiento y de la imaginación, la previa censura, sin principio fijo ni criterio literario, fue un instrumento al servicio de un gobierno despótico e intolerante, temeroso siempre de que en Cuba ocurriera cuanto había ocurrido en el resto de América Latina.    
                      
No es posible ignorar, durante la lectura de una obra escrita en estos años aciagos, que antes han sido juzgadas y cortadas por el censor español. José Antonio Echeverría, en una carta dirigida a Milanés el 18 de octubre de 1837, estampa esta confesión de impresionante impotencia: “estamos condenados a callar y a hacer versitos de amores.” Encuentro en la Revista histórica..., publicada por  Escoto la sentencia relampagueante del español Francisco P. Mellado que aquí cito: “la pluma del escritor y la del censor son como el cuerpo y su sombra: una crea, la otra borra”
                      
¿Qué ha borrado el censor en los varios textos notables de Ramón de Palma que aparecen en las páginas blancas y resistentes de su atractiva  revista
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